Galicia está dividida en 314 municipios agrupados en 53 comarcas, en una estructura territorial de 3.778 parroquias, ámbitos territoriales de origen eclesiástico. En un territorio cuya porcentaje no supera el seis por ciento de toda España, se concentran más de treinta mil núcleos edificados, asentamientos que van desde una docena de viviendas a conglomerados urbanos, a veces difíciles de delimitar y acotar. Son la mitad de los construidos en toda España. El sesenta por ciento de los municipios no llegan a los 5.000 habitantes y, de ellos, la mitad no llega a los 2.000.

Topográficamente, Galicia también es de las regiones más complejas, apenas hay dos o tres llanuras relevantes, el resto es montañoso, con miles de pendientes en todas direcciones, desde las cumbres hasta los ríos y las rías, formando una compleja directriz litoral que le confiere la mayor longitud de costa de todas las Comunidades Autónomas.

Se trata de un complejo sistema de ocupación indiscriminada del territorio, conformando una malla entrecruzada de asentamientos dispersos por el paisaje, cohesionados mediante un completo sistema viario.

Hablamos de un modelo inicial difuso, con las consecuencias que conlleva dicho sistema, desde la complejidad de una red de servicios públicos hasta las cifras de accidentes de tráfico, un sistema poco eficiente de cara a los costes de dichos suministros. Un sistema poco sostenible ambiental y socialmente. Este sistema difuso no es propio únicamente del rural, sino que llega a ser la base de la construcción de ciudades difusas como la de mayor población: Vigo.

Aún así, la clasificación de los distintos asentamientos tampoco es homogénea ni equiparable al resto del estado español. Investigadores de distintas épocas realizaron distintas clasificaciones sobre el modelo de ocupación del territorio gallego, desde aldeas nebulosas, compactas, organizaciones difusas, villas cabecera de comarca u otras poblaciones de menor entidad.

foto aérea

Por otra parte, la tradición hereditaria de repartir las tierras entre los hijos, al contrario de lo que sucede en lugares como Cataluña, viene fragmentando paulatinamente su titularidad. Actualmente, casi todos los gallegos del rural son propietarios de fincas, a veces de dimensión tan ridícula que ni siquiera tienen acceso o apenas puede entrar una máquina para trabajarlas. Es lo que conocemos como minifundismo o minifundio: un impresionante mapa de propiedades microscópicas difícil de organizar, combinado con un sentimiento de pertenencia, de propiedad por la que luchar entre vecinos. Ni siquiera las sucesivas y eternas concentraciones parcelarias (una especie de reformas agrarias) que se fueron colmatando en una parte del territorio, consiguieron cambiar el concepto.

Galicia es, pues, un complejo entramado de asentamientos y de titularidades que no tiene equivalencia ni paradigma en ningún otro lugar de la península, excepto –en parte- en el norte de Portugal, una realidad territorial cuya ordenación no cabe en una norma urbanística generalista.

Jurídicamente, la primera gran ley del suelo de aplicación estatal fue la del año 1956, pensada para todo el territorio español sin tener en cuenta los distintos modelos territoriales, haciendo tabla rasa y, con toda seguridad, pensada para los territorios más comunes, los de regiones con una estructura territorial sencilla, basada en poblaciones consolidadas, en un ámbito topográfico convencional.

El artículo 69 de dicha ley establece unas autorizaciones excepcionales para construir en suelo rústico pensada para excepcionales construcciones vinculadas a la agricultura, con el criterio de lejanía a los asentamientos urbanos sin peligro de formación de un nuevo núcleo de población. Se deja entrever que el legislador se centra en territorios con asentamientos grandes o medianos, perfectamente definidos, en los que cualquier vivienda que pretenda ser construida en el rústico debe estar alejada y nunca en peligro de formar un nuevo asentamiento, algo irracional en la Galicia del interior, donde en ese momento la mayor parte de la población estaba radicada en el rural y su principal actividad era la agricultura y la ganadería doméstica de apoyo, algo irracional en la Galicia costera, en la que los asentamientos están vinculadas al trabajo en el mar y que, con la llegada de la moda del turismo de playa, surgió una constante presión urbanística para ocupar el litoral con segundas residencias.

En el interior, durante décadas se combinaron factores como una ley inadecuada e inadaptada y el retorno de emigrantes a la tierra, desafectados de la arquitectura tradicional –que fue entendida como un símbolo de la pobreza del país-, y gracias a esa ley estatal fueron incrementando la dispersión de los volúmenes edificados, en terrenos no adecuados para la construcción y reservados para labores agrícolas.

En la costa, tras la moda del turismo litoral, gallegos del interior fueron construyendo segundas residencias para el veraneo, en las mismas condiciones de difusión, sin exigírseles un mínimo de urbanización o de conexión con los servicios generales.

No acaban aquí las singularidades del hábitat gallego. La dispersión de los asentamientos y el minifundismo municipal (micro municipios) propició que la gran mayoría de ellos careciesen de planeamiento municipal y, aún en la actualidad, de arquitecto municipal. Por otra parte, el tamaño de los municipios fomentó un comportamiento clientelar entre los alcaldes y sus vecinos. Se conoce y se utiliza la frase típica y tópica de “ti vai facendo” (algo así como que vayas construyendo, que no lo voy a controlar), que creó un caos paisajístico y urbanístico difícil de recuperar en muchos casos, con multitud de edificaciones sin terminar, miles de construcciones sin licencia o sin adaptación a las normas. La profusa sustitución de la piedra y la madera de cada lugar por elementos prefabricados de cemento (bloques, fibrocemento, morteros) y ladrillos, la facilidad de utilización de las nuevas máquinas y la importación de modelos y tipos edificatorios de otros lugares, traídos por los emigrantes, facilitaron la transformación de nuestro entorno, con bastante poca racionalidad.

Miles de edificios que afean un hermoso paisaje heredado, que fue construyéndose poco a poco a la medida humana antes del retorno de los emigrantes (últimos 50 años). Se conoce vulgarmente el fenómeno como “Feísmo”, yo lo he bautizado con el nombre de “Maltrato del paisaje”.

Las sucesivas leyes del suelo, tanto del estado como de la comunidad autónoma, pese a incorporar un nuevo tipo de suelo inexistente en el resto del territorio, el suelo de núcleo rural, fueron meras copias o pequeñas transformaciones de aquella primera ley, y no se adaptaron a la realidad gallega, totalmente sintagmática y nada comparable al resto de la península. Cometen los mismos errores, ya que afrontan la ordenación municipal con simpleza, sin tener en cuenta la singularidad. Son leyes basadas en números, en líneas, en aprovechamientos, sin tener en cuenta el paisaje gallego complejo.

La figura del Plan General como elemento ordenador y vertebrador de un municipio adquiere, en Galicia, un carácter mucho más ambiguo. Se trata de un modelo urbanístico lejano a la realidad territorial, sin llegar a la Arquitectura, a una estructura fragmentada y en la que la combinación entre las construcciones, los caminos, los elementos del paisaje, forman un totum revolutum que no es posible abarcar desde una foto aérea. Es así como la aprobación de los planes generales ha sido un continuo fracaso en nuestro país. En la mayoría de los municipios, su tramitación llega a durar 30 años, y en muchos de ellos no se llegó a aprobar o se aprobó por cansancio de las administraciones, sin llegar a conseguir un instrumento adecuado y ajustado a sus realidades.

Dentro de las clasificaciones de suelo, el denominado urbano es únicamente aplicable en las localidades de cabecera y ciudades, pero en las primeras aplica criterios de crecimiento propios de ensanches, produciendo fuertes dientes de sierra en la silueta urbana, y generando grandes medianeras que perviven a la vista para siempre. El suelo urbanizable no se adapta a la realidad territorial y mental generado a través del tiempo, quedando prácticamente reducido a las grandes ciudades. Genera expectativas urbanísticas en el pueblo que nunca alcanzarán a visualizar por la complejidad de la gestión en un plano de la propiedad que es bien distinto del que existe en el resto de España. Apenas grandes propiedades coexisten en los límites de las poblaciones, y la propiedad está muy segmentada.

Y sobre el suelo de núcleo rural, suelo pensado especialmente para este país, he de decir que sigue pensado desde el aire, desde un plano de líneas y de carácter numérico, pensado desde un despacho, muy alejado de la realidad. El suelo de núcleo rural, que debería llamarse “suelo de aldea”, como toda la vida se llamaron, debe pensarse en la propia aldea, teniendo en cuenta que cada una de ellas es distinta de cualquier otra, que los caminos y demás elementos del paisaje están modelados a través del tiempo, hechos con la mano del hombre, palmo a palmo. No se puede entender el concepto de distancia al eje como si de una nueva alineación se tratase, teniendo en cuenta que la propia idiosincrasia gallega y que caracteriza el paisaje rural está formada por tortuosos caminos cerrados entre muros tradicionales, a los que una regularización les roba el carácter.

Sostener la ordenación del territorio de Galicia mediante planes generales que comprenden todo el municipio es un suicidio urbanístico, un periplo que estigmatiza a toda la población municipal durante años, sin tener en cuenta la diferente estructura del territorio. Durante ese período que dura excesivos años se producen tensiones en distintos ámbitos, facilitando la profusión de obras ilegales o alegales.

La aplicación de los estándares y criterios de la ley del suelo gallega, importada sucesivamente de otras anteriores con origen en la ley estatal del 56, prevé ámbitos de crecimiento que no se corresponden con las metamorfosis de las propias aldeas. Hay un continuo divorcio entre el crecimiento natural y el planeamiento. También es impensable la aplicación de técnicas de microurbanismo para generar espacios de relación en los núcleos rurales, espacios que mejorarían la convivencia de los habitantes del rural.

Es momento de reflexión, de pensar en nuevos caminos para abordar el futuro de esta tierra privilegiada, con un paisaje afortunado y con una arquitectura tradicional adaptada al entorno, construida con mucha paciencia por decenas de generaciones, con los materiales que en la propia tierra encontraron. Se trata de un territorio muy sensible y muy frágil que no puede ser tratado desde la óptica aérea y menos algebraica.

La Xunta de Galicia, a través de su Instituto de Estudios del Territorio, está llevando a cabo un impresionante trabajo de investigación del paisaje gallego, de los paisajes tan dispares de nuestra tierra. La Estrategia del Paisaje será un referente en la actuación sobre el territorio, pero se trata de un laborioso trabajo que puede no surtir efectos a corto plazo, máxime cuando la legislación del suelo es la que prevalece ante cualquier otra.

Es hora de planificar distintos modelos urbanísticos. Es momento de pensar si la ley del suelo es la que se adapta a Galicia, o por el contrario, es necesario comenzar la redacción de una nueva ley, menos jurídica y más pensada en el territorio y en el paisaje, más arquitectura y menos urbanismo. Es momento de sopesar la pervivencia de la figura del plan general como figura urbanística de ordenación municipal, o bien sustituirla por un entramado mucho más flexible, más pensado en detalle, más apegado al terreno.

A mi modo de entender, la ordenación de Galicia debería cambiar de modelo. Al margen de las figuras supramunicipales de planificación ya aprobadas, las Directrices de Ordenación del Territorio y el Plan de Ordenación del Litoral, este territorio debe ordenarse según los siguientes principios y parámetros:

  • Planes Directores Comarcales o supramunicipales, que establezcan los ejes principales de la ordenación, las grandes infraestructuras (parques empresariales, equipamientos colectivos, etc).
  • Planes de Desarrollo de Áreas: Es un nuevo concepto que comprendería áreas compactas o concretas del territorio, como por ejemplo “una aldea, un barrio, un área protegida”. La ordenación al detalle de una aldea podría hacerse ajustándose al terreno, al mínimo detalle de los muros, de los elementos etnográficos, al detalle del análisis de los bancales o socalcos, de los pequeños muros, de los caminos tradicionales. No es tan complicado planificar volumétricamente, explorando las mejores ubicaciones, los mejores soleamientos, los lugares de mejor acoplamiento de volúmenes. Es mucho más sencillo que dibujar unas amorfas líneas desde un despacho y para todo el término municipal (en casos como A Estrada, más de 400 asentamientos), y que no se corresponden con la realidad territorial.
  • En las denominadas villas, o localidades urbanas que normalmente tienen un carácter rural, con poblaciones de apenas 2.000 habitantes, la volumetría estudiada al detalle resolvería el habitual problema de ordenación numérica que deja al descubierto una silueta urbana desastrosa.
  • Respecto de los barrios o áreas urbanas ya ordenadas, es mi opinión que entrar de nuevo en el bingo del plan general es generar nuevas expectativas urbanísticas, lo que supone ingresos adicionales por el alza de alturas, produciendo episodios de especulación urbanística. Estas áreas ya ordenadas no deben entrar en el planeamiento, salvo los casos en los que se adviertan incoherencias que pueden ser resueltas mediante un Plan de Desarrollo de esa Área concreta, resolviéndolo en volumen, analizando lo existente y lo proyectado, en la búsqueda de una imagen urbana más coherente.

Aparte de poder centrarse en cada desarrollo urbanístico y obtener la mejor ordenación, al detalle, conociendo en tres dimensiones los volúmenes y los espacios, el número de personas afectadas por cada plan de área serían muchos menos, por lo cual es más participativo y más cercano, más fácil de gestionar y de resolver cuantos conflictos surjan, tanto personales como espaciales. Es imprescindible la participación de los ciudadanos, tanto de los mayores que puedan aportar datos históricos, sobre situación de elementos singulares, patrimoniales o geográficos, como de los más jóvenes que son los que probablemente decidan construir una nueva casa.

Con este sistema de participación ciudadana y cercano, también nos ahorraríamos las denostadas alegaciones al plan general, que tan de cabeza trae a los que nos administran.

Podemos ordenar nuestras aldeas desde las propias aldeas, en tres dimensiones y con un ajustado levantamiento topográfico de la realidad territorial, sin necesidad de estar pendiente de un plan general municipal, un elefante dentro de una cacharrería en la ordenación microurbanístico de localidades que, a veces, poseen una docena de edificaciones. Estimular la participación de los ciudadanos, dentro de un foro exclusivo sobre las fincas de sus vecinos, con aportaciones de todos, bajo la dirección de un equipo formado al efecto, multidisciplinar y dirigido por un arquitecto, es el mejor modo de conseguir una ordenación racional del lugar.

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Por Carlos Henrique Fernández

Carlos Henrique Fernández Coto es Arquitecto afincado en Galicia, experto en urbanismo y rehabilitación. Ha sido secretario técnico del Colegio Oficial de Arquitectos de Galicia y Arquitecto Municipal, compaginándolo con el ejercicio libre de la profesión y como Arquitecto Forense, participando en muchos juicios emitiendo dictámenes. Actualmente regenta una Oficina de Rehabilitación.

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